Sanitarista

El médico francés Francisco Rabelais, en 1534, con claro propósito de contribuir a la salud pública a través de un “protocolo” de higiene personal, sostenía en su obra “Gargantúa” que 

-No hay necesidad de limpiarse el traste, sino cuando está sucio. No se lo puede tener sucio si no se ha defecado. Lo mejor entonces, antes de limpiarse el traste, es haber ido al baño.

-¡Oh, qué bien razonas! A la brevedad haré que te gradúen de doctor en la Sorbona”.

Comprensión de texto

Desde ya que no son palabras textuales. Las originales son más gráficas. Pero eran épocas en que los inteligentes, cuando se daban a las materialidades –que no a los meros ideales ni a sentenciar desde poltronas académicas– podían atreverse a las palabrotas, sin desentonar con su inteligencia ni caer en vulgaridades. Todo un arte, compartido con Francisco de Quevedo, entre otros. Arte que no necesariamente dice lo que se pretende decir, en un sentido literal. Y que se pierde, desde ya, cuando la palabrota es todo lo que se tiene para decir. Cosa que, al margen y dicho ésto en confianza, vamos camino de que ocurra en la Argentina, ante el éxito creciente y comprobable de su sistema educativo. Junto a la híper especialización en arreo de citas de muchos sabedores a sueldo, académicos, estudiantes universitarios y, en general, buena parte de quienes somos portadores de títulos habilitantes para no elaborar demasiado, pero con licencia para opinión todoterreno desde una tarima.

Resaltamos entonces que no son palabras textuales, y que no hace falta aclarar mucho con cuáles se expresó –y mejor– don Rabelais. Lo importante fue la suerte que mereció su obra, toda vez que la Universidad de la Sorbona la censuró. Docto y testimonial antecedente de un tipo especial de sentido del humor que, haciendo gala de literalidades, pareciera haberse instalado con fuerza en nuestro país. 

Humor con furor se paga

El tema viene a cuento de la reacción furiosa que despertó, entre investigadores del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, una tira de Horacio Altuna, el autor de “Las puertitas del Señor López” y “El Loco Chávez”. Gran dibujante y autor de historietas, artista que supo integrar también las filas de Satiricón. Revista que, en la época dura en que circuló requería, además de imaginación y arte, de valor. Hablamos de valor físico, por si quedan dudas. 

En la tira sometida a juicio inquisitorial por el tribunal autoconvocado de investigadores argentinos, un chanta común y silvestre, uno de los tantos que podría encontrarse entre la gente común o hasta en uno mismo, manifestaba ser ñoqui del CONICET. La respuesta condenatoria fue inmediata: “Desde el CONICET nos sumamos al repudio de ese tipo de valoraciones y formas de construcción social”, tal la expresión textual que utilizó el comunicado oficial de “@CONICETdialoga”.

Sumándose al doctoral escrache, y acaso como subproducto académico de Narciso Bello –personaje inolvidable de Pepe Biondi– no faltó algún director del CONICET que ensayara una suerte de papel de Narciso Tecno, llegando en su aguda argumentación a asociar a Altuna con ajustes e intencionalidades derechosas. Casi un idiota útil, al servicio de esas categorías difusas que caracterizan a la gente mala, en contraposición a la buena.

Gente equilibrada si la hay

No vamos a abundar en el comunicado de “@CONICETdialoga” ni en las diatribas de los doctos censores, puestos a fiscales y jueces a la vez. 

Si Martín Lutero, el reformador, sostenía que “la razón es la mayor puta del diablo, a quien habría que pisotear y destruir junto con la sabiduría”, es paradójico que sea actualmente la misma cima de la razón, como lo debería ser la ciencia argentina, la plataforma desde la que se distribuyen bendiciones o sambenitos, según que las personas piensen o se rían conforme lo determinen investigadores y académicos devenidos en gendarmes del humor y el raciocinio. Fundamentalismo religioso transmutado en tecnocrático. Y tecnocrático, vamos a arriesgarnos, sin demasiadas lecturas, que no de otro modo podría entenderse la interpretación literal de textos.

Podríamos sugerir una visita por los brolis del Siglo de Oro o los tangos de Discépolo. Pero nos abstendremos, a ver si pecamos de lo mismo y nos hacemos gendarmes de la textualidad.

La buena nueva 

No extraña el fundamentalismo, propio de una sociedad que camina alegremente hacia su barbarización, y a transformarse a lo sumo en un conglomerado, bajo una geografía común, de feudalismos y agremiaciones humanas en que todos tienen la única razón. 

La buena noticia, por lo tanto, para quienes creemos que nos hemos transformado definitivamente en un país a la bartola, fue comprobar que la democratización del feudalismo se ha proyectado a todos los estamentos sociales, sin excluir ámbitos académicos ni científicos. Son tiempos de inclusión.

Y no sigamos, que la cuestión da para un libro, no para una nota. Bastante tiene uno –al menos quien ésto escribe– con llevar sobre el lomo el peso de sus propios preconceptos, tonterías y arrogancias, como para cargarse al hombro los de vulgares botones del pensamiento ajeno. Por más diplomas y publicaciones indexadas con que se armen caballeros pensantes.

Galileo tiene quien le escriba

No obstante todo lo dicho, lo más importante no ha sido el escrache a Altuna ni su manifestación de congoja, casi disculpándose, ante la amonestación recibida por los preceptores del CONICET. 

Lo más destacable ha sido que, desde ámbitos académicos y el propio Consejo, haya habido quienes, a través de una solicitada, se atrevieran a disentir públicamente con tal actitud censora –de carácter oficial– de nuestro organismo nacional de investigaciones. Por cierto que ha sido una postura casi aislada ante el coro de inquisidores y mayoría de silenciosos. Seguramente silenciosos corroídos por la conveniencia.

Vale la pena destacar un extracto de la solicitada de marras: “Más que repudiar tiras cómicas, cancelar debates y ensalzar nuestra propia labor, los investigadores del sistema público deberíamos entablar un diálogo honesto sobre las razones que llevan a muchos ciudadanos a mirar al CONICET con recelo”.

En un ejercicio tan intelectualoide como anacrónico, podríamos imaginar a quienes se opusieron a la censura de Gargantúa por parte de la Universidad de la Sorbona. O pensar en esos estudiosos que, en sus respectivos siglos y en minoría, apoyaron al monje Copérnico e intercedieron por Galileo, frente a las intrigas y consensos de sus pares. También en los silencios interesados de quienes resguardan la voz, entonces como hoy, relojeando hacia dónde va el viento. No sea cosa de tener afonía cuando pinta a favor.

Padre del aula

No es menor la actitud de animarse a la crítica y la risa destinadas a uno mismo, sin reaccionar por ello con jactancia, ni tras el cobijo de un rebaño corporativo. Mucho más cuando, quien es receptor de la humorada, es un docente o investigador. Qué podríamos esperar, de no ser así, del resto de la gente. Qué esperaríamos de quien no tiene tan altos estudios, de quien no se dedica a la enseñanza, y afronta una vida cotidiana en la que no todo, por lógica, es ni sale como lo deseamos. Vida en la que naturalmente hay conflictos. Debe haber bastante humo, e inseguridad, en la cabeza de un académico predispuesto a hacer escraches. 

Véase el ejemplo opuesto de Sarmiento que, con todas sus contradicciones y desbordes verbales, fue no solo quien nos sacó del analfabetismo –aún admitiendo que a palos– sino que además impulsó las ciencias, modernizó el país y se empecinó por la educación de la mujer. No debe haber habido, en toda la historia argentina, una figura pública que haya sido destinataria de mayor encarnizamiento en críticas y sátiras destinadas a su persona. A las que respondió con escuelas, políticas modernizadoras y pluma más que envenenada. Pero no con caprichos de jardín de infantes, a hacer respetar por la policía del pensamiento.

Ofendidos y desbaratados

Cuando ya festejábamos nuestra verdad irrefutable, anunciando la nueva evidencia –una más– de que somos un país en broma, literalmente nos embromaron. ¿Con qué derecho, un grupo de investigadores y docentes, a través de una solicitada, dan un paso en la dirección de recuperar la valoración del CONICET, por parte de los ciudadanos que contribuyen a sostenerlo con su esfuerzo? ¿Por qué tienen que salir a desmentirnos, afirmando que “el único compromiso de los investigadores debe ser con la producción de conocimiento y la exploración de la verdad científica en las distintas disciplinas, sin condicionamientos ideológicos, vigilancia ni alineamientos verticales”

De allí nuestra queja. Porque al fin de cuentas la noticia resultó no ser tanto el repudio de la historieta de Altuna, por parte de algún tilinguinaje que ocasionalmente pueda ser parte del CONICET, cuanto la respuesta de investigadores y académicos al propio repudio. 

Nobleza obliga

Acaso desbordados por el escándalo generado desde sus mismas filas, la presidencia y directorio del CONICET han hecho público un mensaje en que se lamenta “la situación que se generó en cuanto al nivel de agravios”, agregando que “la intención no fue generar discordia de manera personalizada con Horacio Altuna, quien por otra parte reiteró públicamente su alta valoración del CONICET y los científicos y científicas del país”.

Dejémoslo ahí, que por lo visto la “situación” se generó sola, y el artista ha manifestado en público mantener su “alta valoración” por la Institución desde la que oficialmente se lo amonestó. No habrá auto de fe y, de algún modo, se fumará la pipa de la paz.

Algo es algo. Y compartimos la alta valoración del CONICET. En sus propósitos y en quienes trabajan por el desarrollo científico argentino. Hay que saber separar la paja del trigo.

¿Pero qué hacemos ahora con nuestra nota? Hasta la habíamos titulado “La vida es paper”. Acabábamos de sacarla del horno, y tuvimos que amasar y cocinar otra. ¡Este país!

Podes escuchar EL PROVINCIAL RADIO en www.provincial.com.ar o bajando la aplicación http://streaminglocucionar.com/portal/?p=17668

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