POR SERGIO OSIROFF
La historia proviene de un relato viejo de familia. Gente cercana a Villaguay, por el novecientos. Epoca y provincia, la de Entre Ríos, en que los primeros argentinitos hijos de turcos, moishes, rusos, belgas o lo que fuera, se empezaban a entreverar como si tal cosa con la mezcla de indios, negros, gauchos y españoles en que había ido a parar el color humano que caracterizaba al lugar.
El Estado y sus circunstancias
Para ponernos en contexto, hablamos de épocas en que la única religión pública era la del país que se armaba, y donde los colectivos identitarios no le interesaban a casi nadie.
No aclaren que oscurece
A casi nadie porque, adelantados a su época, había quienes empezaban a perturbarse por los bondis de identidades. Mayormente sotanas y señorones que vociferaban por “escuelas sin dios”. O por inmigrantes de apellidos extraños, a los que había que extirpar mediante ligas patrióticas u otros fórceps por el estilo. Aunque vinieran a trabajar de sol a sol, a la par que los señorones se iban apropiando del Estado, al que además engrosaban con hijos y nueras. Y amantes. Y del que solo renegarían cuando empezaran a engordarlo el morochaje y los hijos de los recién llegados.
Los muchachos de antes no usaban Von Mises
Tiempo aquél, en definitiva, que a contraluz de un presente sombrío, carente por completo de matices esperanzadores, resalta en una leyenda rosa que, en rigor, simboliza lo que no llegamos a ser. Acaso, el “crisol de razas” haya sido el verdadero logro de la época. Una suerte de mixtura entre lo mejor del hispanismo, es decir su desgano por involucrarse en purezas de piel, y el cosmopolitismo.
Nos referimos al cosmopolitismo acogedor de gentes; no al de la escuela austríaca. No al de Hayek, hombre que en medio de su plena dedicación a la libertad, se hacía de un tiempito para sugerirle, a otro paradigma libertario como Margaret Thatcher, bombardear la Argentina.
Día de la diversidad cultural (salvo la propia)
Solo así puede explicarse que el “Día de la Raza”, 12 de octubre, no haya significado nunca, en la Argentina, ningún aspecto racial específico, sino un denominador común, simbolizado en el “crisol”. Y que el criterio sobreviviera sin mayores problemas hasta hoy, obligatoriamente extirpado en cumplimiento de líneas que, habiendo emanado de taimadas derechas internacionales, descargan a tierra por esclarecidas izquierdas propias.
Solo así podía explicarse nuestra costumbre de llamar “tanos” a todos los italianos, o “gaitas” a los españoles. O “rusos” a los judíos, aún cuando fueran sefaradíes. O “turcos” a los turcos y a los armenios también. O “ponjas” a los japoneses, a los chinos y, ya que estamos, a todos los portadores de rasgos orientales.
Far West
Hay que ver si en algún otro lugar del mundo, llamar “negro” al negro haya significado alguna vez una expresión de afecto, no de desprecio. Sin pasar por alto que, mientras que Hollywood se dedicaba a limpiar la imagen de los Estados Unidos, embelleciendo su masacre prolija de indios en tierras robadas a un recién independizado México, e inventando para ello una épica en que, por si no bastara, a los mexicanos les tocaba el rol de pervertidos, a nuestros indios los reflejáramos desde el cariño y no desde la idea premeditada de ridiculización.
Patoruzú, Ñancul, Ña Chacha y el resto de la familia Patoruzek, pobladores de nuestro imaginario infantil, no son sino testimonio de lo lejos que estaba, la Argentina, de festejar el destino que le cupo a la población aborigen al momento de concretarse la organización nacional. Y de ser obligada –lógicamente, por la fuerza– a incorporarse a un andamiaje legal de igualdad de derechos con el resto de los habitantes. Igualdad que sin duda fue, en sus orígenes, más brutal para con los nativos que lo que sugerían los textos de las leyes. Pero que, con todos los defectos de la puesta en práctica, significó su paulatina incorporación a la sociedad argentina, en un plano de igualdad. Y, fundamentalmente, en un plano de igualdad de acceso a la educación.
Queremos significar que no hubo política edulcorada para con los indios, pero tampoco un clima festivo que los pintara y tratara como subnormales. Como que ante los embates de la “modernidad”, nunca dejamos de ser el lugar del Inca Garcilaso en el mundo.
El gaucho y sus circunstancias
Sumando discordancias con nuestros ejemplos provenientes del Norte –arribados junto al cargamento de manuales de libre comercio para autoconsumo– podríamos puntualizar, al margen de los indios, a nuestras chinas y gauchaje. Gente depositaria de todos los colores, a quienes veíamos orgullosamente graciosos, pícaros y entrañablemente nuestros, en los dibujos queribles de Molina Campos. O introspectivos y graves, en las faenas camperas y las reflexiones de Don Segundo Sombra.
O hispánicamente brutales, capaces de embanderarse para justificar la pelea –en lugar de pelearse por una bandera–, negándose además a aceptar imposición modernizadora alguna, cuando ésta desembarcara de señores que solo portaran libros. Pero dejando entrever, a la vez, dejos de nobleza y de vinculación realista con la tierra. Como en el Facundo que, pretendiendo denostarlos, termina novelándolos. Salvajes pero admirables. Paradoja de nuestras contradicciones, Sarmiento, que proponía “no economizar sangre de gauchos”, los inmortaliza. Difícil, sino imposible, conocer de autor norteamericano alguno –mucho menos de políticos–, que se haya propuesto lo mismo para con los mexicanos expulsados de su tierra. Solo vileza y vagancia les ha tocado, en la historia oficial y puritana con que se los estigmatiza.
Universo de gremios
Crisol en extinción el argentino, es necesario reiterar. Porque presionados como estamos para apagar todo fuego que, dentro de un mismo caldero, nos haya universalizado alguna vez en nuestra condición de seres humanos, a la vez que hermanos en una misma patria, debemos indagar en las diferencias. Cosa de profundizar en superficialidades. Para conformar, según cada particularidad o autopercepción, una sumatoria de patrias que, como si conformaran una lasagna casual, coinciden en la misma porción. Por ahora.
La mejor salsa del mundo es la hambre
Volvamos a tratar de desentrañar quiénes eran los nuevos argentinos. Podemos reiterar la sospecha de que, al grueso de ellos, poco importaban identidades. De este modo, el gregarismo por colectividad era naturalmente un modo inicial, pero temporario, de ayuda recíproca en la nueva tierra.
El futuro pasaba por otro lado, y para ello había que aprender y adquirir, lo más rápido posible, las pautas del país de acogida. Como si fuera una religión. Demasiada hambre en la mochila, y demasiada carga en la memoria al desembarcar, como para andar otra vez reconociéndose recíprocamente como viejos enemigos, para volver a despertar demonios, ahora en la nueva tierra.
Por si fuera poco, mucho trabajo por delante. No siempre es sabido –no suele serlo hoy, por lo pronto–, que quien trabaja, quien necesita del propio sudor para espesar el puchero, quien en definitiva vive de realidades, puede no disponer de demasiado tiempo para andar dedicándolo a catálogos de ofensas con el vecino, purezas, o reclamos por aprietes lejanos entre tatarabuelos.
El muerto
Retornando por fin al relato oral de familia, los colonos agrícolas encuentran un mundo absolutamente diferente al de la tierra de origen. Hebreos askenazíes de origen urbano, no había persecuciones, aunque no faltaron conflictos con pobladores antiguos, por más que la política nacional estimulara lo contrario. Así es la política local de corto plazo (y de purezas tan remotas como imaginarias), cuando la gran política demora en hacer pie firme en los parajes, o directamente se deja arrastrar por criterios municipales. Los nuevos pobladores parecieran tener que pedir permiso a los viejos, para ser alguien en ese pedazo del mundo al que otros llegaron antes.
La cosa es que en la familia se contaba con un muerto, nacido en la Rusia de los zares, bebé en brazos al arribar al país. Con el paso del tiempo militante de la Federación Agraria, agitador socialista y de apellido “extraño a nuestras tradiciones”, finalmente acuchillado por un gaucho malo al servicio de un patrón conservador de la zona.
El tradicionalismo de ayer, de hoy y de siempre, no solo empuñaba una novedosa –y lacrimógena– poesía gauchesca en épocas de inmigración. Elaborada mayormente, como es de imaginar, por señoritos que no veían un matungo sino en mortadela.
Aristocracia con olor a bosta
El facón y la primereada eran también herramientas de la tradición. Y a través de adecuadas manos, de los acopiadores de granos. O de propietarios de grandes extensiones de tierras fértiles, a las que los aristócratas solían acercarse en vacaciones, para trabajarlas el resto del año con manos de terceros. Es decir, esos mismos terceros que, hasta entonces, no habían tenido más horizonte que los naipes, la cuchillada, el alcohol, las chinitas, los hijos, los perros y la tapera.
Roca el malo
En Entre Ríos, como en el resto del país, la ley de educación del General Roca, la famosa (y vituperada por tradicionalistas y sotanas) ley 1420 de educación gratuita, común, laica y obligatoria, empezó en algún momento a surtir efecto. Y entre los efectos concretos se contó el juntar, en el aula, al hermano menor del finado con un hijo guacho del homicida. Es de imaginar la procupación de la familia; la actualización del dolor lacerante. Para peor, los dos compañeros se hicieron compinches. Se buscaban para ir a la escuela y luego volvían juntos pateando por los caminos de tierra.
Frases
Un día, el maestro mencionó a Descartes y su famosa frase: “pienso, luego existo”. En un lapsus de honestidad cerebral, podríamos sin dificultad coincidir en que, hoy por hoy, no es imaginable que en la primaria pública argentina, a un docente se le pueda ocurrir nombrar no ya una expresión de Descartes, tomada además de un portal de frases sacadas de contexto para motivación de giles, sino a cualquier pensador que no pase por Eduardo Galeano, Chomsky. O Paul Preciado. Incluso Harry Potter.
Pero en aquella escuela, aún en medio del campo y las distancias, era perfectamente posible que a un maestro le dieran vuelta, por la cabeza, gentes y escritores que, a su entender, hubiesen aportado algo al razonamiento humano. La curiosidad no había sido desterrada aún de la instrucción pública de los niños, menos de sus maestros. Las expresiones escritas, así fueran surgidas de lecturas de solapas, todavía no habían cedido su asiento a los memes.
Por cierto que, aquellos docentes, tal vez anduvieran algo flojos de papeles en psicosociología de la educación; probablemente permitieran únicamente el bullicio en el patio, durante los minutos de recreo, y no en el aula; pero es presumible cierta eficacia en la enseñanza de las tablas de multiplicar, el sujeto y predicado, la geografía, y hasta en decir buenos días, pedir las cosas por favor o dar las gracias. Típico de una sociedad seguramente atrasada para el librecambio pero todavía, resabio hispánico, con alguna valoración por la cortesía.
Dicho todo lo cual, y para no seguir dándole a la labia, no es aventurado conjeturar que un oscuro maestro de escuela, en una perdida comarca rural del mil novecientos, supiera que había existido un tal Descartes, y hasta sospechado que aquel hombre, para arrimar un hueso a la olla, se hubiera dedicado a pensar.
La economía política, la filosofía científica o la pedagogía oficialista –entre otras disciplinas– no habían multiplicado aún esa clase de hombres. Hoy Descartes pasaría desapercibido, excepto que obtuviera un lugar en un panel televisivo. De los dedicados a pisar opiniones a los gritos. En las matemáticas andaría desconcertado, más preocupado por sus publicaciones que por investigar.
La gran duda
Mientras volvían de la escuela a pata, el criollito, normalmente el más dicharachero de los dos, andaba mudo. Preocupado, su amigo hebreo le preguntó qué le estaba pasando.
“¿Cómo se llamaba ese paisano, el que vivía pensando …?”.
Allí estaba el nudo de su mudez. “Descartes”, le largó al toque su amigo. Siguieron caminando en silencio un buen rato hasta que, poco antes de llegar al punto en que debían separarse para ir cada cual a su hogar, se sacó el entripado de encima: “¡la pucha que ese gaucho no le pide nada al cuerpo!”.
Sentido común y final
Podríamos ponerle un moño literario al relato. Algo bien argento. Por ejemplo, «en un despuntar del destino, al paisano le fue otorgado el Universo». O “el azar, que es uno y muchos, labró en ese proyecto de orillero una hendidura que jamás cerraría. Ya no sería el mismo. Le había sido revelado Spinoza, y aún no conocía ese nombre”.
Para no caer en la multiplicación de retóricas –y vanidades de autor–, evitemos hasta pensar que tuviese en mente el Martín Fierro.
Pero no es inimaginable que, de haberlo conocido, alguna estrofa le hubiera podido dar alcance, sin siquiera necesidad de razonar demasiado.
“Mas Dios ha de permitir
Que esto llegue a mejorar,
Pero se ha de recordar
Para hacer bien el trabajo,
Que el fuego pa calentar,
Debe ir siempre desde abajo”.
Y es que, al fin de cuentas gente de cuchillos y entreveros, en tránsito de una existencia brutal al alfabeto, o de chinas y proles guachas al sentido de familia, no hacía falta aún explicarle que, en las escarchas de la mañana, hay que salir al día con alpargatas.
Que el calor empieza por las patas. Y arriba de las patas, va montado el cuerpo.
Gente de la tierra. De muchos pecados, pero de existencia real.
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